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¿Qué es lo que estamos haciendo?

¿Qué es lo que estamos haciendo? “¿Qué es lo que estamos haciendo?” Me preguntó mientras me miraba a los ojos, esbozando una ligera sonrisa. Sentía el calor de su sexo y su desnudez bajo mi cuerpo, y antes de contestar, traté de digerir la pregunta y estructurar la respuesta.  Sin embargo, el ligero vaivén de nuestros movimientos no me dejaba pensar con toda claridad y contesté:  “Es una palabra muy fuerte”.  Un tanto sorprendida, abrió un poco más sus hermosos ojos cafés y con una sonrisa más amplia me preguntó: “¿Te da pena decirlo?”. Ante esa pregunta, comencé a creer que había errado mi respuesta, así que decidí pensarlo con mayor detenimiento.
 
Mientras sentía una ligera humedad entre nuestros abdómenes, producto del sudor que nuestros cuerpos producían, pregunté de forma más específica: “¿Te refieres a lo que estamos haciendo en este justo momento? ¿O al suceso con todas sus implicaciones?”. Con una sonrisa más amplia me dijo: “Te da pena decirlo, ¿verdad?...  Dilo, quiero escuchar que lo dices”.  Con la certeza de al fin entender lo que preguntaba, le contesté: “¿Coger? ¿A eso te refieres? ¿A que estamos cogiendo?” Con su sonrisa pícara y una mirada que me mata, contestó: “Sí!...  ¿En qué pensaste?”,  “En una palabra muy fuerte” le dije, “Dime, por favor”.  Antes de contestar, me di unos instantes, para nuevamente sentir su calor, su humedad, su exquisita desnudez. Con un semblante un poco más serio, le dije: “adulterio”.
 
Mientras su sonrisa se volvía ligeramente menos amplia, me miró a los ojos con su rostro angelical diciéndome: “es una palabra fuerte”...  “te lo dije”, contesté.
 
Y  mientras me perdía en su cuello, besándola repetidamente, escuché como se aceleraba su respiración y sus gemidos se volvían más intensos...  Y con toda la hermosa sensación que fuimos capaces de generar, seguimos disfrutando de una tarde de pasión desenfrenada.
 
Por la noche; me fue imposible conciliar el sueño, y mientras veía las vigas que atravesaban el techo del viejo hotel en el que estábamos, sentía su respiración cerca de mi cuello, su cuerpo pegado al mío, su brazo sobre mi pecho y su pierna entre las mías.  A ratos volteaba a mirar su rostro angelical, mientras reprimía mi deseo por despertarla con un beso y hacerle nuevamente el amor.
 
Era aún de madrugada cuando sonó el despertador. Atolondrado por haber dormido tan poco, estiré la mano para apagarlo y me acurruqué a su lado, mientras comenzaba a estirarse y a suspirar para tratar de deshacerse de ese letargo que dejan unas pocas horas de sueño. Mientras me abrazaba y besaba mi cuello, se desprendió de las prendas que la cubrieron al dormir, llevándome sutilmente a colocarme sobre ella, mientras me decía “quiero llenarme de ti antes de irme... de tu aroma, de tu calor...”  Y así, hicimos el amor una vez más, como un par de condenados que disfrutan de su último deseo...  del último capricho que les es permitido.
 
Minutos después, en la regadera, nos bañamos y acaricié su cuerpo; como queriendo que la blancura de su piel quedara impregnada en las palmas de mis manos, como esperando que la deliciosa sensación de su desnudez se quedara conmigo, siempre.
 
Cuando por fin la dejé, nos despedimos con un tímido beso...  un beso temeroso, un beso  fugaz, en medio de la gente que nos rodeaba, deseando que ninguno de ellos nos conociera.  Me quedé esperando a verla desaparecer, y antes de subir la escalera, se detuvo brevemente al pie de los escalones para decirme adiós con la mano. Sintiendo un enorme nudo en la garganta, le mandé un beso con la mano, casi al borde del llanto...
 
Y ahora, heme aquí, sentado en la banca de una iglesia, cargando a mi hija y al lado de mi esposa, vestido de traje; viéndola vestida de blanco, hincada frente al altar junto a ese hombre que no sé si llamar afortunado o infeliz.  Un hueco en mi pecho crece mientras la escucho decir: “... para amarte y respetarte todos los días de mi vida”.  Mi respiración acelerada, mis manos crispadas, y mi esposa que se acerca para decirme suavemente al oído: “siempre te han emocionado las bodas, verdad?”.
 
Mi hija se inquieta, y encuentro el pretexto perfecto para salir, el mundo me da vueltas y no soy capaz de enfocar ninguno de los rostros que llenan la iglesia. Salgo con mi hija y ya en el atrio, me abraza mientras me dice que quiere que la cargue, la beso tiernamente en la mejilla mientras pienso “si no fuera por ti, pedazo de mi vida”. No sé cuantos minutos pasan, pero la gente ha comenzado a salir, y mi esposa se reúne conmigo mientras dice “Te perdiste el final”.
 
Los novios salen entre una lluvia de pétalos y arroz. Ambos sonríen y se ven felices, mientras yo trato de encontrar su mirada. La gente los felicita y mi esposa me toma del brazo mientras me dice: “vamos a felicitar a los novios”. Con una fingida sonrisa me acerco al novio mientras le digo “¡Felicidades! Cuídala mucho...”, y ninguna palabra sale de mi boca mientras la abrazo a ella. Siento su talle entre mis manos y me dan ganas de besarle el cuello. Me detengo mientras trago saliva y cierro los ojos, al tiempo que la siento estremecer. La miro a los ojos antes de alejarme y nuevamente las palabras no salen de mis labios.
 
A la fiesta, llegan al final; y entre porras y silbidos, él la levanta entre sus brazos y la carga hasta la mesa de honor. Antes de sentarse, se besan y yo bajo la mirada para no ver sus labios unidos a los de otro. La comida me es insípida, así que dejo la mayor parte de lo que sirven. Mientras mi hija se sienta en mis piernas, la veo levantarse y dirigirse al baño, y justo antes de que entre, le paso mi hija a mi esposa, mientras le digo: “No me tardo”.
 
Con la respiración acelerada y sintiendo el nerviosismo típico de quien comete lo prohibido, entro al baño y la veo frente al espejo. No parece sorprendida y su escote sube y baja al ritmo de su respiración también acelerada. Aseguro la puerta tras de mí y sin pensarlo la tomo en mis brazos, al tiempo que ella me besa con la fuerza y el deseo de los amantes que saben que tienen el tiempo contado. Sin importarnos lo estorboso de su atuendo y el lugar en el que estamos, hacemos el amor de pie, de una forma intensa y alocada. En un instante, se detiene, y entre jadeos me pregunta “¿Qué es lo que estamos haciendo?” Y sin titubear le respondo: “Cogiendo”.

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